Por buen peronista (clásico,
doctrinario, ortodoxo, como más nos guste decirle) entendemos a aquel que
reconoce no únicamente factores exógenos que precipitaron la caída del Nacional
Justicialismo como doctrina y gobierno sino, además, quienes haciendo introspección
sospechan que hubo cosas que no se hicieron bien en las propias filas.
Viene esto a cuento al
conmemorarse hoy, 16 de septiembre de 2012, un nuevo aniversario del golpe de
Estado que terminó por destruir (y lo decimos con total franqueza) al
peronismo. La efemérides ha sido determinante para nuestro derrotero de
colonia, posición de la que nunca más –por ahora- nos hemos vuelto a recuperar.
1852, primero, y 1955, más tarde, han levantado la lápida y esculpido el
epitafio de nuestros verdugos, propios y ajenos.
Como sentimiento ha persistido
en el tiempo el Nacional Justicialismo, pero ya no como realidad fáctica,
concreta, real. De seguir así, el peronismo habrá de ser un lejano romanticismo
recordado por históricos dirigentes que de a poco irán feneciendo. Hasta
convertirse -¡Dios no lo permita!- en amarillento relato de viejas épocas.
Ramón Carrillo, tan tenido en
cuenta para el homenaje de cuanta conmemoración sanitaria haya que recordar de la Nueva Argentina,
ha tenido durísimas palabras en las vísperas del 16 de septiembre de 1955, al
punto tal que su alejamiento al Brasil, más allá de compromisos profesionales,
se debieron a discusiones y peleas que mantuvo con el propio Juan Perón.
Varias cosas lo disgustaron a
Carrillo, como por ejemplo cuando en abril de 1954 Perón pone en funciones de
Vicepresidente de la Nación a un masón: el almirante Alberto
Teissaire. Además, Ramón Carrillo lo catalogaba de mediocre y por persistir, el
marino, “en verticalizar más las
estructuras partidarias” (El olvidado de Belem, Daniel Chiarenza, 2005), lo cual
generaba una obsecuencia que, a la larga, fue nefasta.
En una de sus últimas
reuniones de Gabinete, el Ministro de Salud, Dr. Ramón Carrillo, fue profético
y categórico: “Compañeros, lo
peor que podemos hacer en este momento es cerrarnos y ejercer una política de
círculo. No es bueno, la hora nos está exigiendo una política de apertura. Hay
que pasar del ‘para un peronista no hay nada mejor que otro peronista’ al, más
concluyente, ‘para un argentino no hay nada mejor que otro argentino’. ¿No es
cierto General que Usted nos ha enseñado esto y que no nos confundamos, que el
enemigo está en otra parte?”. Otra de las acusaciones que
Ramón Carrillo le hizo a Perón fue la pérdida de los lazos con la Iglesia Católica. Carrillo nunca dejó de ser peronista,
pero cuando hubo que hacer críticas las hizo, y cuando dio el portazo, lo dio.
Otros simpatizantes del
Nacional Justicialismo, como Pedro de Paoli, ya se mostrarán disconformes
promediando el año 1949 –año en el que todos, o una mayoría, pensaríamos que se
estaba en el cenit de la Nueva Argentina-. Rescata Alberto Buela –para el caso-
un escrito de De Paoli, el ensayo Peronistas:
¿moriremos ahorcados?, en donde se lamenta su autor algo que Perón
reflexionaría ya en el exilio: la falta de espíritu de la revolución que “es totalmente materialista, sólo se habla de
mejoras materiales, sueldos, jubilaciones… Lo que da proyección a una
revolución, lo que la hace permanente es el espíritu”. Pero,
tal vez, la crítica más punzante aparece cuando se refiere a la paulatina
cooptación que la estructura orgánica del Nacional Justicialismo padece por
culpa de los “adulones y
alcahuetes” que evitan el ascenso a los cargos de los
mejores y los más capaces.
Vayan las palabras que
esgrimió Juan Domingo Perón en los primeros años de su largo exilio al
referirse a la caída de su régimen en septiembre de 1955, palabras a las que
considero – y a título personal lo decimos- fantásticas y muy actuales, por
cierto:
“Nuestros enemigos no nos han
derrotado; sino que hemos caído víctimas de nuestras propias debilidades
internas. O, con mayor rigor, de nuestras defecciones, de nuestro
aburguesamiento. Un movimiento político cuyos dirigentes no estén dotados de
una profunda moral, que no estén persuadidos de que ésta es una función de
sacrificio y no una ganga; que no estén armados de probada abnegación; que no
sean hombres humildes y trabajadores; ese movimiento está destinado a morir, a
corto o largo plazo, tan pronto trascienda que los hombres que lo conducen y
dirigen no tienen condiciones suficientes para hacerlo. Muchas veces he dicho
que los pescados y las instituciones se descomponen por la cabeza. Por otra
parte, en el área popular, los altos standard de vida, la plena ocupación, el
acceso fácil y remunerativo a los puestos de trabajo, una justicia distributiva
aplicada a rajatabla, creó un clima de enervamiento que era el menos indicado
para resistir a la insidia, a la calumnia, al ataque frontal que se llevó
contra las posesiones conquistadas. En los equipos dirigentes, amén del
desgaste propio del ejercicio del poder, defeccionó el espíritu de lucha, en
tanto la corrupción burcrática, el descreimiento, la desidia, ganaban terreno
hasta pudrir nuestros mejores elementos y volver aleatorias las intenciones
mejor inspiradas.”
Por último, y a modo de
consuelo o paliativo, en la amarga reflexión, nos quedamos con un dato para
nada insignificante volcado por el profesor Jorge Sulé en su obra La
Resistencia Peronista y la
Globalización (2010), cuando dice que “La
Resistencia Peronista, diremos en primer
lugar, empezó al otro día que cayó Perón”. Y ese fue un dato
que, repetimos una vez más, consuela y mucho.